La culpa y el perdón
Durante mi recorrido por el camino del duelo hubieron varias emociones que me acompañaron además del dolor. Algunas de ellas agradables, otras no tanto y las que fueron como verdugos con ansias de castigo. La culpa, traicionera como el miedo, me provocaba pensamientos negativos hacia mi persona con los que me autoflagelaba.
Me culpaba absolutamente de todo. Otra vez pensando en mi omnipotencia, que yo lo podía todo, incluso podía evitar todo, lo cual no es cierto. También creo que es como una carga que portamos los padres, pensando erróneamente que siempre vamos a estar para nuestros hijos, o que nuestros brazos son suficientemente largos como para ejercer protección sobre ellos, y no es así. Incluso en varias ocasiones, mis hijas han sufrido algún que otro accidente doméstico, lo cual no significa que quizás se podía evitar, pero tal vez el lastimarse era casi ineludible.
La culpa fue muy desalmada conmigo. Y lo peor de todo es que estaba convencida que merecía ese dolor, que yo me gané ese sufrimiento por la muerte de mi hija. Cómo la mente puede convertirse en nuestra peor enemiga porque pensaba que hice algún mérito para ganarme ese sentimiento de culpa subyugante que no dejaba tranquila mi alma.
En ese entonces, me pasaba horas y horas repasando la semana en la que Dari se enfermó. Qué hice y qué no hice. Qué hubiéramos hecho, con quién hubiera hablado, o con quien no. Todos esos pensamientos eran como armas punzantes haciéndome heridas cada vez más profundas. Tan solo de pensar en las condiciones en las que me encontraba me causa cierta angustia, pues era inmenso el daño que me provocaba, también a mis seres queridos.
“Los hubieras” son dos palabras nocivas. Jamás obtendría las respuestas de si llegaba a actuar de tal manera o no y si los resultados “hubieran” sido distintos. Eran simplemente armas de autodestrucción. Era evidente que lo que yo quería era destrozarme por completo. Con qué fin, no lo sé, porque la tan ansiada paz no la alcanzaría así, no señor, ese no era el camino.
Seguía haciendo terapia, leía todo lo que consideraba que me podía ayudar a encontrar alguna explicación, que no existía, aunque por lo menos sí encontré un poco de alivio a mi atormentada conciencia. Creo que la culpa era inevitable al igual que el dolor. Entonces decidí hacer una tregua con ella, es decir, acepté su presencia. Sabía que por más que me dijeran lo contrario yo igual me seguiría culpando por la muerte de Dari.
Al no tener más remedio que darle la bienvenida a la culpa y sumarla al dolor, mi mochila se hizo más pesada. Fueron días muy duros, en los que hubo momentos de martirios innecesarios, pienso hoy, pero tal vez eran parte de ese proceso.
En terapia, la culpa se convirtió en uno de los temas principales, y de ahí surgió el perdón. Si, el perdón. La única manera de que la culpa me dejara tranquila era por medio del perdón. Pero perdonar ¿Qué? Perdón a todo y a todos. Porque acuérdense que uno durante el duelo va atravesando etapas, y que generalmente se vuelve una y otra vez a la estación del enojo.
Entonces imagínense sentir dolor, culpa terrible y encima de todo un enojo enceguecedor. Un equipaje demasiado denso que no me iba dejar avanzar hacia ningún lado.
Fue así que pensé de qué hecho yo me sentía responsable. Identificar lo que me generaba culpa. Es así que escribí como cinco veces, con los más mínimos detalles, la noche en que Dari murió, quién me habló, quién me miró, cómo fuimos, cómo estuvimos, absolutamente todo lo dejé registrado en unas hojas. Lo hice hecha un mar de llanto, lloré tanto esa vez que creo que me quedé dormida del cansancio que me generó esa tarea. Luego, revisé de manera profunda. Leí para ver si encontraba mi culpa, después, procedí a quemar las hojas y sentí cierta liberación, no real, obviamente, porque tenía otra tarea pendiente, muy pesada, el perdón. Solo a través de ello iba a librarme de esa culpa.
¿Qué debía perdonar? Perdonar a Dari porque había partido, me parecía hasta cruel. Pero debo reconocer que sentí eso y una vez que pude tomar conciencia de ello, me perdoné por pensar que ella me había dejado. Me perdoné por pensar que yo dejé que le hagan daño. Me perdoné por pensar que no fui buena madre con ella. Me perdoné porque creí que no la cuidé lo suficientemente bien. Me perdoné por lo que pensé que no hice para evitar su muerte. Me perdoné por tener todos esos pensamientos destructivos y lastimarme compulsivamente con ellos.
Debía también perdonar a la vida por ser como es. Perdonar mi relación con Dios, perdonar en general, y en particular, perdonarme para restaurar mi estado de paz.
El perdón es una decisión muy difícil de tomar, y debe surgir desde lo más profundo de nuestro interior. Entendí que si pensaba en negativo, luego iba a actuar de esa manera, lo que me llenaba el pecho de tristeza y más dolor. Si me quedaba siendo víctima solo podía lamentarme y lamerme mis heridas. Pero al hacerme cargo de mi persona, al asumir esa responsabilidad de sanar, comencé la reconstrucción de mi bienestar.
Es por ello que el punto de partida es la decisión de perdonar, que yo tomé como lo que es, un regalo a uno mismo, pues ese obsequio trae consigo un plus que es la paz.
Una vez tomada la decisión del perdón, automáticamente se siente cómo las heridas se van cerrando. Que comienza así la sanación, la transformación de la cabeza y el corazón. Uno se vuelve más compasivo, generoso con uno mismo y así debe ser. Después del perdón, viene el abrazo de redención.
Otra cosa importante es que perdonar no significa olvidar. Solo se extrae el aprendizaje y se suelta la anécdota desagradable. Siempre se aprende de toda experiencia y eso conlleva al crecimiento. No se olvida para que no vuelva a repetirse, pero no con un tono de rencor.
Con la Tanatología aprendí dos ejercicios sobre el perdón, que me servirán a lo largo de mi vida. En el transcurso de ella es inevitable enfrentarse a situaciones en las que deba pedir perdón y en las que deba perdonar, comparto con ustedes:
*) Hacer una lista de las cosas que debo perdonar, por la cuales creo que me dañaron.
*) Hacer otra lista con las cosas de las cuales yo me hago responsable.
El perdón que se otorgue no siempre debe hacerse en persona. A mí me sirve pensar en esa persona a quien debo y quiero perdonar, decirle en mi mente, o si quieren, en voz alta, que la perdono, es necesario decirlo, o escribirlo, o por medio de un ejercicio de la silla vacía (este ejercicio está en el libro de soluciones prácticas de Bernardo Stamateas).
El perdón en el duelo es fundamental, y es importante seguir estos pasos:
Agradecer: Haber tenido a esa persona en tu vida, y todos los momentos felices que compartieron juntos.
Perdonar: Lo que creas que te hizo, o sientas que te abandonó, y lo principal, perdonarte por no haber podido cambiar el curso del destino de esa persona.
Decir lo que se siente: Expresar nuestros sentimientos, y las emociones que en esos momentos rondan en nuestra cabeza.
Decir Adiós: Soltar el evento que nos lastimó, que produce culpa y quedarnos con lo más preciado que te dejó tu ser querido, el amor.
Con el perdón ganamos autoestima y así podemos pedir ayuda, eso es amor propio, el amor más genuino que debemos sentir por nosotros.
El perdón, la misericordia y la compasión son virtudes que debemos ejercer e incorporar a nuestra vida.