La depresión, una tristeza profunda
La siguiente parada en el camino del duelo es la más temida de todas: La depresión. Es peligrosa, pues cuesta mucho salir de ella. Al menos a mí me tomó mucho tiempo, por más que ya nos conocíamos perfectamente, ya que no era la primera vez que la padecía. Para mí es un pozo grande y profundo, que te invita a sumergirte y a quedar inmóvil para siempre.
Ese pozo se abrió nuevamente desde la muerte de Dari. Lo miraba desde lejos, mientras salía de la conmoción de la noticia, y entre el enojo y las demás emociones, no le prestaba aún mucha atención. Hasta que finalmente sucumbí a su llamado, me caí nuevamente al pozo, está vez fue una caída libre, sin pensar, solo sentir.
Esa tristeza profunda es muy complicada y destructiva. Absorbió toda mi energía, no tenía ganas de absolutamente nada, incluso ni de vivir. Ese era mi secreto. Los pensamientos destructivos de cómo lo haría, si me atrevería finalmente a hacerlo eran discusiones interminables en mi cabeza, estando en favor o en contra de mi propia aniquilación. En medio de todo ese caos, tenía lapsus de cordura, en los cuales me preocupaba qué podría sentir mi familia si lo hacía y qué les estaría enseñando y legando a mis hijas.
Fueron meses muy difíciles, que coincidieron con el primer cumpleaños de Dari, o mejor dicho sería el aniversario de su nacimiento, pues años ya no cumpliría. Aunque en ese momento para mí era importante que todos sepan y recuerden que era el “cumpleaños” de Dari. Lo festejé, solo con la familia, pero con torta y velas. Hoy pienso que fue hasta incómodo para mis afectos. Estaba tan obsesionada con que no olviden a Dari, que para mí era una obligación hacer que la recuerden. Sin tener en cuenta que ella estaba viva en mi corazón, lo que hacía imposible que yo la olvide, la principal protagonista de la historia de mi vida.
Después se sumó el primer aniversario de su muerte, también extremadamente complicado. Ese si fue un día muy doloroso, recordar, porque me empeñaba en recordar el hecho que nos causó daño, en vez de recordar lo que fue su vida, los momentos felices que pasamos con ella y todo el amor que nos dejó.
Esa tristeza se convirtió en melancolía, que también es jodida como la depresión, pues hacía que yo viva añorando el pasado. Pero no solo los días de alegría, no, sino también los días más negros de mi vida, y quedarme ahí, sin poder mirar a mi alrededor, y ver el daño que causaba a quienes me amaban y esperaban que despertara de esa pesadilla. Porque así se sentía, una pesadilla, nada tenía color o mejor dicho, todo era de color negro.
Estuve casi un año en ese pozo, que como ya dije conocía, lo había visitado varias veces, solo que esta vez la estadía se extendió por más tiempo de lo que se esperaba. Todos estaban muy preocupados por mí, era como una zombi, un alma en pena que recorría la casa.
Se intensificaron los días de terapia. En esa época no tenía ganas de leer nada, absolutamente nada, por más de que mi terapeuta me recomendara hacerlo, para poder ayudarla en su labor. En verdad no tenía ganas de nada, me negaba a seguir viviendo. No pensaba en nada, solo en que mi vida sin Dari no tenía sentido. Era como tener un rompecabezas de más de mil piezas enfrente y le faltara una pieza, y yo solo podía centrarme en esa pieza que faltaba, literalmente me volvía loca.
Irónicamente mi debilitada fe, y los principios que mis padres me inculcaron me salvaron, pues creía que si atentaba contra mi vida, no vería a Dari, por no merecer ir al cielo. Ilógico, verdad. Como algo que hoy tengo tan claro como que todos somos merecedores del perdón y amor de Dios. En ese momento pensaba que me castigaría y no iría al cielo. Finalmente me salvó mi suplicio de no merecer perdón. Estoy segura que fue el Dios del amor quien me salvó, por más de que sus métodos en ese entonces alimentaban mi enajenación y enojo.
En esta etapa es donde tomé conciencia de que lo que pasó era irreversible. Dari estaba muerta, y nada de lo que yo pensara o hiciera iba a cambiar eso. Esa impotencia que me invadía solo alimentaba mi desolación, mi tristeza y mi amargura. Me volví mi propia agresora, la autoflagelación por medio de pensamientos negativos, reproches, noches sin dormir, eran la constante.
Una de las grandes discusiones que tuve durante la terapia fue si esa depresión era reactiva o ya se volvió patológica. La diferencia radicaría en que la primera era la reacción natural ante la pérdida de un ser tan valioso como lo fue Dari. Y la patológica ya sería una reacción del cerebro por algún desajuste químico. Es importante aclarar, porque no todas las depresiones conllevan a la toma de medicamentos, yo fui medicada en otros momentos de estadía en el pozo, fueron en otras circunstancias. Con la muerte de Dari no lo necesité. Para mí eso también fue un regalo, el darme cuenta cuanto había crecido y lo fuerte que era emocionalmente, a pesar de tener el corazón destrozado, pues en la pérdida más dolorosa de todas, no necesité ninguna pastilla.
Toda mi vida se vio comprometida mientras yo estaba en el pozo, no me daba cuenta, la preocupación y el dolor que generé. Tanto fue así que mis hijas y Raúl, tuvieron que postergar su duelo ante mi irracional conducta. Pensando egoístamente que solo yo, por ser la madre, sufría más o que tenía el monopolio del sufrimiento por la muerte de Dari. Ellos también perdieron, ellos también sufrían.
Esta estación es la más dura de todas, es la que más lágrimas me sacó, y la que más sola me sentí, pequeña e insignificante, el verdadero rostro de la muerte en vida, padeciendo una incesante avalancha de emociones y sentimientos. Y en la que más cómodamente se coloca la culpa del sobreviviente.
Así como es terrible ese pozo puede ser cautivador. Existe el peligro de enamorase de él y del infierno que uno mismo se armó en la cabeza y en el alma. Más aún porque al estar atrapado en él no se puede escuchar a nadie que está a nuestro alrededor. Estaba convencida de que nadie entendería este dolor, que nadie podía comprender y me enojaba, y mucho, cuando inútilmente querían brindarme consuelo diciéndome que entendían como me sentía o que eso pasaría. En realidad yo no quería que pase ese momento, pues estaba convencida que me lo merecía.
Una vez que comprendí que todo el daño que me generaba destruía y lastimaba a los que me amaban, pude pararme, sacudirme y salir de ese pozo, no fue fácil, reitero, para nada, pero no fue imposible. Se debe pedir ayuda, solo no se puede. Es imprescindible contar con una red de apoyo de las personas que puedan darnos esa mano, ese empujón, ese abrazo.
Cuando no se puede más, cuando hasta respirar duele, pidamos ayuda, y si es necesario a un profesional. Sé que en esos momentos la voluntad se encuentra muy afectada, pero debemos hacer un esfuerzo. En mi caso, llevaba una agenda para todo y en cuanto encontraba un poco de ganas retomaba mi actividad física. Siempre respetando la voz de mi cuerpo, si no podía, si me sentía exhausta, paraba, me detenía y descansaba. Aquí quiero hacer hincapié en que debemos pedir ayuda profesional, no temer a lo que van a pensar los demás si hacemos terapia, nuestra salud física, mental y emocional está por sobre todo. Solo nosotros podemos valorar la situación por la que estamos pasando, nadie más, y el acompañamiento de un psicólogo, nos ayuda a crecer incluso puede salvar la vida.
También es una realidad que ante esta situación habrá personas que no sabrán qué hacer con nuestro dolor, cómo acercarse. Tratemos de no enojarnos con ellas, simplemente no saben qué postura tomar para poder ayudar, es por eso que debemos tratar de ser un poco flexibles y abrirnos para poder ayudar a los otros para que puedan apoyarnos.
Con el corazón abierto y honesto les conté sobre mis deseos más profundos de muerte, de no encontrar sentido a la vida. Es una sensación por la cual no me gustaría que nadie pase. Sé que es inevitable pasar por ese pozo, pero está en nosotros querer quedarnos en él. A mí me ayudó, como siempre digo y voy a seguir reivindicando, la terapia. También mi red de apoyo (familia y amigos), los libros, y la tanatología.
Una vez que llegó la claridad a mi cabeza, pude asumir el hábito de la gratitud, donde agradecí haber concebido y haberle dado vida a Dari, en vez de centrarme en maldecir el día de su muerte. También me convencí de que la muerte y la ausencia de Dari no solo llenaron mi vida de dolor, sino también tuve muchos momentos felices a su lado y disfruté plenamente de su amor. Fue como poner en una balanza el amor y al dolor, y en ella pesa más el amor.
Otra premisa tanatológica que incorporé a mi vida y la repito como mantra es: “La vida tiene que seguir valiendo la pena a pesar de… y no gracias a…”. Centrarnos en lo que tenemos y no en lo que no podemos percibir por medio de nuestros sentidos.
La depresión fue la penúltima parada antes de llegar a la tan ansiada aceptación, donde la sensación de paz ya es permanente, y donde una vez arribada a ella no hay vuelta atrás. Allí comenzó la reconstrucción de mi mejor versión.
“Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”, Viktor Frankl, en el libro: “El hombre en busca de sentido”.