Aprendí a ser mi propia madre

Uno de los textos que encontré en mi diario de duelo, se lo dediqué a mi madre. Obviamente es una de las mujeres más importantes en mi vida, no solo porque ella me procreó, sino por todo lo que representa su imagen en nuestra familia, la cual siempre estuvo marcada por el matriarcado que ella ejercía. Bien o mal no estoy en este mundo para juzgar eso, aunque sí tengo la certeza de que todo lo que ella hizo fue de la mejor manera posible, con los recursos que tenía, con su entrega incondicional.

El escrito decía así: Ayer recordé a mi madre, ¿por qué? Porque me di cuenta que la necesito más que nunca y la extraño en demasía. Cuando entro a mi cabeza caigo en el pozo profundo de la depresión, quien siempre me espera con los brazos abiertos, no para cobijarme, sino para asfixiarme. Extraño a mamá. No solo para que me sostenga en esos momentos sino para que con una “puteada” me despabile y me diga: “Ya está mi hija: Oiko la oiko´ará (pasó lo que tenía que pasar, en su traducción del guaraní) y no se puede cambiar, así que uno se levanta y sigue.

Si, así era mi mamá, y con ese ímpetu me hubiera sacudido, pero seguro con dolor al verme sufrir, mostrando siempre su templanza que la caracterizaba. En ese momento supe que encontré la respuesta a las preguntas insistentes de algunas personas: “¿De dónde sacó las fuerzas para seguir?, Si bien, respondía convencida que el amor de Dari me otorgaba fortaleza, entendí también que lo había heredado de mi mamá.

Cómo no ser como ella, si fue la que me gestó, me parió y me crió. Una mujer dotada de una fuerza única. Obviamente debía seguir ese modelo, o por lo menos, hacer el esfuerzo para honrar así su memoria. Todo lo que con su ejemplo  nos enseñó y sembró tiene una abundante y buena cosecha,  pues yo soy el testimonio vivo de ello.

En otro artículo ya hice referencia a la firmeza y entereza de mi madre, cuando me cuestionaba ser objeto de admiración de los demás, ella fue mi respuesta. Hizo tan buen trabajo que hoy me di cuenta que pude convertirme en mi propia madre, es decir, me enseñó a no necesitarla físicamente, me enseñó a cuidarme, a consolarme, a sacudirme, despertarme, y por, sobre todo, me enseñó a escuchar mi voz interior, a escucharme detenidamente y entender que soy la dueña de mi vida y que debo hacerme cargo de ella.

Espero poder enseñar todo esto a mis hijas, que cuando sean mayores o cuando yo parta de este mundo, no me necesiten, que se conozcan, que se despabilen solas, que puedan crecer escuchando su propia voz, y así tomar las mejores decisiones en su vida, y por, sobre todo, puedan ser felices.

Con la Tanatología comprendí que el duelo por la muerte de mi madre estaba cerrado, fue uno de los mejores que recorrí, ¿por qué? Porque tenía firme el sentimiento de la satisfacción del deber cumplido, no quedó nada pendiente entre nosotras. Si bien, no era mi confidente, ni mucho menos mi amiga, yo tenía la certeza de que era una de las personas que más me amaba, al igual que ella sabía lo que representaba para mí.

La Dra. Elizabeth Kubler Ross, quién es considerada la madre de la Tanatología, afirmaba lo siguiente: “Uno no llega a ser el adulto que quiere ser hasta que no se convierte en su propia madre y padre”, lo cual es así, o por lo menos tengo la creencia que debe ser así.

Perder a mamá fue difícil, pesó y dolió mucho. Pero el vínculo que forjamos juntas permanece, ahí radica la importancia de fortalecer los lazos que nos unen con nuestros afectos, no basta con solo amar, sino se debe trabajar en apuntalar bien los cimientos de lo que construimos en cada relación. Perdonar lo que se deba perdonar y pedir perdón por lo que uno crea en que falló.

Seguir con su legado no es tarea fácil, para lograrlo debo continuar con el viaje del aprendizaje, siempre en movimiento. Y es  gracias a su legado se me dificulta quedarme pacíficamente en el pozo, esperando que transcurra el tiempo, ese pozo al que cada vez visito menos, o por lo menos, por periodos más cortos. Con el dolor tenemos otro trato, una amistad, pues soy consciente que me acompañará por siempre, y cuando se torne intolerable, sé que lo podré manejar, total tengo la garantía de contar con unos genes de una súper mujer: mi mamá.

Qué alegría siento al leer lo que escribí en mi diario de duelo, pues a pesar de que en los primeros meses de la muerte de Dari, el sufrimiento parecía no tener fin, había un dejo de esperanza y luz. En ese camino lleno de tinieblas encontré el origen de mi fortaleza y tenía cierta convicción de que finalmente iba a restaurar el bien que había perdido, la paz de mi cabeza, alma y corazón.

Cada vez que lo leo siento que estoy leyendo la historia de otra persona, porque efectivamente era otra, estaba quebrada, desorientada, confundida, desconsolada, y aun así era innegable que contaba con una energía excepcional que corría por mis venas, con cual pude iniciar mi reconstrucción  de entre los escombros del corazón en una versión mejor.

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