Una de las cosas que aprendí de mi experiencia es que si hay algo en la vida que es único, personal y privado, es la pérdida. Nadie sabe cómo uno se siente en realidad. No se puede medir el dolor, ni suponer como se hubiera actuado en el lugar del doliente. Se pueden imaginar, eso sí, pero saber por lo que se está travesando, no lo creo. Porque depende de las circunstancias en las que ocurrió la pérdida, de las creencias y los principios que tiene cada uno. La herida generada por la pérdida es el bien más sagrado que posee en ese momento el doliente.
Otra situación que se presenta es que uno está tan agobiado por el dolor que siente la necesidad inmensa de contar lo que pasó. Incluso, decir cómo extraña a su ser querido. Mientras esto pasa, algunas personas, piensan que recordar a nuestro ser querido o revivir momentos, hace mal, por lo que no deja que el doliente se exprese. También me pasó en ocasiones, que me contaban sobre sus pérdidas, dando recomendaciones. No me parece justo para el doliente escuchar las proyecciones de otro.
Yo valoré y valoro cada palabra, gesto y mirada que tuvieron con nosotros. Tanto de parte de la familia, amigos, conocidos, y desconocidos en ese entonces. Sé que es un esfuerzo enorme lidiar con el dolor ajeno, ya lo pasé, y no hay palabras en verdad que puedan cambiar como se siente la persona en duelo.
Es por eso que sugiero con todo el respeto del mundo, no decir ese tipo de frases como: “Sé cómo te sentís” o “Hacé un esfuerzo”. Son tremendos dichos, en serio. Porque respirar cuesta en esos momentos. Lo mejor es la compañía en silencio, escuchar atentamente, dejar que la persona llore y el abrazo, aunque no crean, es muy reparador.
Sé que muchos pensarán que lo más prudente es alejarse, en signo de respeto al dolor ajeno. Pues no, por favor no lo hagan, no es lo mejor. Las personas que sufrimos una herida tan letal como la muerte de un ser querido, necesitamos compañía por más de que parezca lo contrario. Es necesario compartir nuestro dolor, hablar al respecto, dejarnos consolar. Necesitamos que nos recuerden que aún estamos vivos.
A todo esto se suman las sugerencias de cómo continuar viviendo, de qué hacer o no hacer. No recuerdo mucho al respecto, porque dentro de esa locura temporal en la que estaba sumida, pude reconocer mucho respeto de parte de los que me rodeaban.
Pero se presentó un hecho en particular donde la “sugerencia” significó para mí más una invasión a mi privacidad, a mi dolor, a lo más privado y personal que tenía en ese momento, mi pérdida.
Les cuento como ocurrió:
Al llegar a casa después del entierro de Dari, fue muy desolador. La casa parecía vacía, sin luz, sin nada. Una nada inmensa, como un agujero negro en el cual caería sin misericordia. Ese día lo único que pude hacer fue llorar…
Al día siguiente lo primero que pensé al despertar (es un decir, pues como se imaginarán, mis noches de vigilia siguieron) pensé que debía hacer una misa. No sé, necesitaba, quería. Pensaba en mi mamá diciendo que eso era lo correcto. Hoy pienso que tal vez estaba tan desesperada por encontrar un lugar donde haya paz, que se me ocurrió que sería en una iglesia.
Fue así que se hicieron las tres correspondientes misas. Los tres días estábamos rodeados de parientes y amigos, quienes no nos dejaron, lloraron con nosotros. A pesar de ser un momento extraordinariamente triste, fue muy reconfortante. Sentirse apreciado, o por lo menos contenido, en un momento de máxima fragilidad, ayuda para no terminar por enloquecer.
Al término de la última misa en nombre de Dari nos fuimos con toda mi familia a pasar un momento juntos, recordando con dolor a nuestra niña adorada. Esa noche, mientras estábamos viviendo un momento íntimo con la familia, se presentó una situación, que en ese instante, fue muy devastadora para nosotros.
Un conocido, que era médico, estaba convencido de que hubo mala praxis en el procedimiento realizado a Dari. Se lo dijo a Raúl, y le sugirió el inicio de las investigaciones, lo que implicaría realizar una autopsia, la cual jamás se me pasó por la cabeza. Es más, no soportaría imaginarme esa autopsia. En mis años de funcionaria fiscal asistí a varios procedimientos forenses, de adultos, de niños, de bebés. Sabía perfectamente cada paso de esa diligencia. No, mi corazón y mi alma no soportarían, tan solo de imaginar.
Raúl agradeció su preocupación, y le explicó nuestra postura. Sin ni siquiera haber conversado antes, mi esposo pensaba lo mismo que yo. Es por eso que estoy convencida de que la persona que decidió pasar el resto de su vida con uno, lo conoce tanto que incluso piensa igual o por lo menos parecido. Sabía al igual que yo que un proceso penal es tedioso, largo y sería someter a toda esa tortura a mis niñas quienes ya estaban con el alma quebrada sin la presencia de su hermanita.
Luego, cuando hablamos, y me comentó lo ocurrido con esta persona, llegamos a una conclusión después de formularnos la siguiente pregunta: ¿Cuál sería la ganancia si accionáramos? Porque se inicia un juicio para ganarlo. Pero… ¿Ganar qué? Yo no veía el beneficio. La respuesta sería dinero, ¿Para qué? ¿Qué haría con ese dinero si no existía ninguna tienda donde yo pudiera ir y pedir por Darinka de vuelta. O conseguir que uno de los médicos vaya a la cárcel, después de haber visto con mis propios ojos todo el esfuerzo sobrehumano para reanimarla, y el trato humanizado y misericordioso que recibimos de ellos.
Muchos pensarán y pensaron en conseguir justicia. ¿Qué es justicia? ¿Qué me daría justicia?
A veces queremos justicia, pensando que así entenderemos por qué pasaron las cosas, buscando respuestas, explicaciones, que lejos de aliviar y hallar paz, avivan más el fuego de la desesperación.
Al responder la pregunta sobre ¿Qué me daría la Justicia? Es… Nada. Pues nada ni nadie me devolverían a mi bebé. Yo no me sentí agraviada ¿Por qué? Por el trato que recibimos. Porque vi todo lo que hicieron para mantenerla viva. En todo momento existió compasión de parte de los profesionales médicos. Sí, fue eso lo que yo sentí, conmiseración ante mi dolor.
Además, el saber que una persona iría presa por unos años, tampoco me devolvería a mi pequeña. En esos momentos era lo único que mi cabeza y mi corazón querían. Tampoco aplacaría mi dolor el hecho de saber el sufrimiento de otra persona.
Sé que muchos pensaban que debíamos haber accionado, pero quiero que esta sea una oportunidad para que me lean y entiendan mi postura, nuestra postura, porque todo lo que en adelante pasó con nuestra familia, fueron decisiones discutidas entre Raúl y yo. Incluso en algunos temas participaron las niñas.
Nuestra postura no iba a cambiar, incluso teniendo el apoyo de varios colegas abogados y magistrados que se pusieron a nuestra disposición. Les agradecí en su oportunidad y lo hago nuevamente, no es una falta de fe en la justicia. Sino que era una fuerza destrozada dentro de mi corazón que me decía que no soportaría lidiar con un proceso teniendo ese dolor presionando mi cuello. Y la idea fija en la cabeza, nada absolutamente nada me devolvería a mi pequeña, ni tampoco la paz a mi atormentada cabeza.
Está situación colaboró a que mi estadía por la siguiente estación del duelo se prolongara, o yo lo encuentre cómoda: La estación de la rabia, odio, resentimiento, o como quieran llamarla.
En el siguiente post, les compartiré más sobre esta segunda etapa.