Gracias a mi diario descubrí que el tiempo que duró la cuarentena estricta fue una oportunidad para conectar con un sentimiento en ese entonces rezagado, que estaba dormido y se negaba a despertar. O tal vez yo lo mantenía dormido, pues era como un autocastigo que en mi cabeza de esa época estaba convencida que merecía: Desperté a mi amor propio.
Lo pude hacer gracias a una persona que me estima realmente, que más que una terapeuta es como una madre para mí. Así lo siento, pues es ella quien vela por el bienestar de mi cabeza, alma y corazón. No me voy a cansar de repetir que la terapia sana y salva, yo soy prueba fehaciente de ello.
Si bien, siempre he trabajado para mantener firme mi autoestima, con mi pérdida de Dari, todo ese trabajo parecía que fue en vano, pues la autoflagelación era una de mis actividades favoritas. Sentimientos de culpas, rencores y demás emociones nocivas eran la constante.
El tratamiento psicológico no solo se centraba en el consultorio, siempre tenía una que otra tarea que realizar, y una de las pocas que me causaba placer era ver alguna película que me recomendaba. Y así fue que debía ver “La cabaña”, la cual no pude terminarla en un solo día, no porque era larga, sino porque en verdad era muy dura, a pesar de eso, la recomiendo.
Estaba llena de mensajes, que debía tomar, que tal vez siempre estuvieron guardados en mi pecho. Uno de ellos fue el reconocer y retomar mi relación con lo divino, porque en ese momento mi enojo era contra todos, en especial contra quien yo creía se había llevado a Dari o habría permitido su muerte.
En ese entonces estaba convencida de que lo que había ocurrido era un castigo, y, por lo tanto, debía ser castigada, por algo que hice o dejé de hacer, no sé… Pero en realidad no fue así, simplemente sucedió. De esta sensación y lo que sobrellevé, ya me explayé en posts anteriores.
Toda la fortaleza que experimentaba ya desde ese entonces, es prueba de su amor. De lo contrario, cómo podría seguir a pesar del dolor de la ausencia, la nostalgia y a veces la tristeza, que hacían que me vuelva asidua visitante del pozo profundo de la depresión, y no querer salir de ahí jamás. Estoy convencida de que esa fuerza es el amor, el amor hacia el legado de Dari, que es mi familia.
También pude divisar el rostro de un Dios que realmente todo lo perdona, y a todos perdona. Porque su amor es absoluto. Qué tarea difícil debía cumplir, perdonarme por flagelarme, perdonar a quien yo creo que es responsable de mi dolor, perdonar a quienes no merecen mi cariño o quienes creía que me habían abandonado.
Todo ese torbellino de sentimientos hizo que me pregunte ¿Quién era yo para juzgar? Quién era para determinar quién debe actuar de tal o cual manera. Si yo también me he equivocado, cometido errores, pecados, como sea… No soy juez, no me corresponde juzgar.
Una vez más me reprochaba duramente, creo que era parte del juego mental de tratar de expiar una culpa inexistente. En ese momento de tanto dolor donde mi alma solo rogaba por un poco de empatía, yo no era empática ni conmigo ni con nadie. Ni siquiera con quienes me rodeaban y amaban de manera incondicional. Ciega por el sufrimiento me creía dueña y señora del dolor, olvidándome que todos absolutamente todos.
Vivimos duelos diarios, cotidianamente perdemos algo, ya sea tangible o no, pero es así. Mucho me costó sacarme las vendas de los ojos y poder ver más nítidamente y entender que lo que me ocurrió no me definió como persona, simplemente pasó y nadie tuvo culpa ni directa ni indirectamente.
Finalmente, después de todo lo que experimenté, pude perdonarme por todas las veces que me lastimé, por todas las veces que me ignoré y por todas las veces que olvidé amarme. Además, pude perdonar a todo aquel que ya sea intencionalmente o no, me haya dañado, ignorado, envidiado o simplemente no haya tenido empatía conmigo.
Después del perdón indefectiblemente surge la gratitud. Cómo no agradecer todo lo que uno tiene a su alrededor, incluso lo que tuvo y hoy ya no está. En ese camino del agradecimiento pude redescubrir el amor propio, el cual siempre estuvo escondido en mi pecho y necesitaba un empujón para salir a flote. Debía volver y estar más fuerte que nunca, lo necesitaba para poder amar y cuidar de mis afectos, quienes me necesitaban.
Si bien, en mi diario de duelo describo todo lo que padecí a lo largo del duelo, esta vez quiero mencionar a un miembro de mi familia a quien le costó más el tránsito por el camino de la sanación. Es más, aún sigue ese camino, más fuerte, más sana, y eso me llena de emoción.
Esa situación también me causó mucho dolor, verle sufrir y no poder hacer nada. Me causaba impotencia, si bien al principio solo me centré en mi herida, y así debía ser, porque si yo no me cuidaba, si yo no me curaba, como iba podría ayudar a otro, por más amor que sintiera por esa persona, solo podía acompañarla, así como estaba malherida.
Por eso me parece oportuno mencionar a esta persona, para mostrar que el mapa de dolientes no solo se centra en los padres, en el caso de la muerte de un hijo. Sino que hay grandes daños colaterales que sangran más que la herida principal. Dari no solo era hija, sino también hermana. No la menciono directamente pues como toda adolescente no querrá estar expuesta.
Fue así que, al perdonarme, para poder amarme, pude amar sanamente a mi familia, quien a gritos me llamaba para que me haga presente en sus vidas. Es por ello que quiero transcribir estas palabras que dediqué a quien más fuerte clamaba por mí, a quien también se le murió una parte importante de su corazón. Esta es otra lección del duelo, no solo homenajear a los muertos sino también a los vivos, cuya presencia se puede disfrutar plenamente. En el aquí y ahora. El escrito dice así:
“Si el dolor se hace insoportable, aquí estoy, yo te contengo, te cuido, te guardo. Pero ese dolor no te da derecho a tirotear la rabia como si fuera un arma. A mí también me duele, a mí también me cuesta y no ando por la vida desparramando enojo y crueldad. Así no vas a alivianar tu sufrimiento, al contrario, a tu mochila del dolor le agregás más carga, como la rabia y enojo, y así no se puede avanzar, así no se puede vivir.
No te puedo prometer que el dolor de la ausencia va a terminar porque no se acabará jamás, se acepta para que se incorpore a uno, sea parte de nuestra esencia. El dolor no duele menos siendo cruel con el otro, no basta ponerle un freno a tu enojo, reconciliate con tu dolor, para que lo puedas soltar, para que puedas avanzar, para que puedas vivir de la mejor manera, haciendo todo para ser feliz”.
No me deja de sorprender como está ruta llena de tristeza y pesar, se torna con cada avance un sendero de esperanza y amor. El duelo es un verdadero maestro excepcional.