Una vez durante el curso de tanatología, me dieron como tarea pensar y escribir qué me gustaría que dijera mi epitafio, cómo me gustaría que me recordarán. Pues jamás me planteé esa situación, es decir, no había pensado qué sería después de mi muerte o cómo me recordarían, o si lo harían. Como debía contestar, me tomé unos minutos para pensar, no sabía qué responder.
Luego de analizar, y teniendo en cuenta que en ese momento la idea de la muerte me parecía hasta atractiva, pues lo único que pensaba era estar con Dari, respondí: “Aquí yace una madre con el corazón partido. Una parte del mismo está en la tierra y otra en el cielo. Hoy se fue al encuentro de ese pedazo”. Lo escribí llorando pensando en mi pedacito… no en la parte que estaba a mi alrededor.
Ante mi respuesta, automáticamente me cuestioné lo siguiente, mejor dicho, como ejercicio me formulé la siguiente interrogante: ¿Ese corazón así partido no contiene amor? La respuesta era obvia, dije que sí, que estaba lleno de amor hacia mis seres queridos, también estaba sumido bajo el dolor de la pérdida de Dari.
Ese concepto erróneo que tenía sobre mi corazón cambió con el tiempo y con trabajo entendí que no lo tenía así partido, sino que estaba extendido de manera enorme que iba desde la tierra hasta el cielo. Y en un corazón tan extenso ¿cómo no iba a haber amor infinito? Y así fue una de las maneras en que mi corazón entendió su nueva anatomía, para seguir adelante incluso con más fuerza. Una frase de la canción de Andrés Calamaro dice así: “En el fondo es tan hondo mi dolor, porque me voy y no se puede cambiar, el corazón como de sombrero, si haber sufrido primero”. El dolor transformó mi corazón, lo hizo más grande para que quepan más personas, más amor, y doy gracias por ello.
Al entregar ese ejercicio me volvieron a preguntar si el dolor de la pérdida de Dari era mayor al amor que sentía por ella y por el resto de mi familia. Esta interrogante me despabiló de manera estrepitosa. Por supuesto que mi amor es mucho más grande que todo el dolor que estaba padeciendo. Fue ahí donde pude darme cuenta de lo que me rodeaba, de lo que hacía y de cómo me gustaría que me recordarán.
Me puse a pensar qué les estaba mostrando a mis hijas, qué quería para ellas. Que vean a su mamá sentada esperando la muerte… ¡No! ¿Enseñarles que ellas no eran importantes para mí porque no podía compartir con ellas su alegría, sus logros, sus tristezas, sus decepciones? ¡Pues no! No quería eso. Una vez más el recuerdo de mi mamá me sacudió, como hubiera hecho ella si estuviera viva. Y dije, es así como quiero que me recuerden, como yo rememoro a mi madre. Que, ante una situación, sea esta buena o adversa, se pregunten ¿Qué hubiera hecho mamá? o ¿Qué me hubiera dicho? Así era la mejor manera de honrar ese rol que me otorgaron ellas.
También me percaté que finalmente quienes iban a disponer que diría mi epitafio serían ellas. Y por más que deje por escrito el instructivo de lo que exactamente quería que dijera, ya no estaría aquí para corroborarlo. Entonces tendrían la libertad de poner lo que realmente sentían por quien perdieron, a una madre que vivía añorando a ese pedazo de su corazón, ausente en alma, o a una madre que estuvo presente con ellas en toda circunstancia a pesar de tener el corazón destrozado.
Entonces tomé la decisión de prometerme que haría todo lo necesario para que a quienes les dejé mi legado me recuerden como alguien que les enseñó a vivir plenamente a pesar de todo. A que no me necesiten cuando ya no esté en este mundo, porque ya aprendieron a seguir sin mí presencia física. Que revivan cada instante que pasamos juntos y tomen los consejos que les dejaré. Que celebren el hecho de habernos conocido, y que tengan la certeza de que para mí fue muy gratificante haber sido su madre. Esos sentimientos y pensamientos son los que quiero dejar plasmados en sus corazones.
Fue así que volví a redactar mi epitafio sobre la frase que me gustaría que diga, en la cual plasme el deseo de cómo quiero ser recordada, y surgió esto: “En memoria de una madre con el corazón tan grande que estaba dividido en dos, una parte en la tierra y otra en el cielo. Ese corazón dividido lleno de amor nos enseñó a vivir. Hoy fue al encuentro de ese pedazo que latía desde el cielo”.
Así me gustaría que diga, más no tengo la seguridad de que así lo harán y no importa, porque lo importante es que pude reconocer lo que debía hacer para que me recuerden de esa manera y ser merecedora de un epitafio así. Por lo tanto, levanté mi mirada hacia mi alrededor y visualicé todo lo que tenía que trabajar y todo lo que tenía por disfrutar, por más de que mis pensamientos aún están en Dari, y creo que siempre será así. Estar en el aquí ahora, sintiendo más fuerte el gozo de lo que tengo, que mi añoranza de lo que no.
Les recomiendo que hagan este ejercicio. Sé que no es cómodo considerar a la muerte, al reflexionar sobre qué diría o qué nos gustaría que dijese nuestro epitafio. Más, meditar sobre el cómo ser recordado para mí fue fundamental para tomar conciencia de la vida. Solo me recordarán de la manera en que viví, y lo que demostré a través de mi testimonio de vida. Nada interpela más ante la vida que pensar en la muerte.
Una vez que tomamos conciencia de que estamos vivos, aprendemos a disfrutar de este viaje, y admirar con otros ojos el paisaje.