Cuando me sorprendo teniendo expectativas desmedidas me enojo tanto. Sí, me enojo conmigo porque sé perfectamente que las expectativas son tan frágiles como pompas de jabón que revientan ante la realidad. Tener conciencia de eso no es lo malo, sino que cuando se diluye esa expectativa, la frustración aparece siendo muy despiadada. Aunque debo reconocer que la que se juzga severamente y se sanciona, incluso a veces sin razón, soy yo misma.
Hace unos meses en una reunión me preguntaron cuántos hijos tenía, una persona que acababa de conocer. Automáticamente, casi sin pensar, dije dos. Los demás presentes me miraron con asombro, de hecho, yo me miré con el dedo acusador, no dije nada ahí, seguimos la conversación, pues yo tenía la expectativa de que esa reunión saliera perfecta, sin ningún tipo de inconvenientes, como si hablar de Dari sea eso, obviamente me sentí mal, me recriminé, me enojé mucho conmigo.
Fui muy dura, lloré tanto, y cuando me calmé entendí que no está mal no hablar de lo más sagrado que poseo, porque es mío y lo cuido celosamente, si no quiero no se habla, es así de sencillo. Además, tengo la libertad de elegir con quien hablar de ello. Simplemente no tenía ganas de dar ninguna explicación, ni mucho menos volver a relatar la muerte de Dari.
Mi amor por ella no se mide por cuanto le pronuncio, yo sé su dimensión y con eso me debe bastar. Su presencia está marcada en mi alma y corazón, no necesita ser nombrada constantemente. Obviamente porque me sentí mal, me pedí perdón, no por haberla negado como inicialmente pensé y me torturaba por eso, sino por haberme lastimado, al punto de llegar a sufrir, no es justo, nadie está en este mundo para juzgar mi calidad ni cantidad de amor hacia Dari o hacia mis afectos.
No fue la última vez que me reproché una situación que no era como mis expectativas me marcaban, tengo que aprender a no dejar que ellas sean la brújula de mi vida. Debo recordar que nada, absolutamente nada, está bajo mi control, y que, si bien debo vivir con esperanzas, no con expectativas que son espinas que lastiman en lo profundo de mi alma.
Tuve otro episodio, el cual fue más breve, más intenso. Y saben cómo me sentí, como una impostora porque como tanto pregono vivir en esperanza, y de manera plena, dejo que se instale la frustración y haciendo equipo con ella lo único que hago es flagelarme… Porque una cosa es llorar, desahogarse sacar toda esa angustia, dolor del pecho, para eso lo más sano son las lágrimas y el llanto. Pero recriminarme que estoy haciendo todo mal ya me pareció una exageración. Menos mal que esos lapsus de “locura” duran poco y son cada vez menos.
Al tomar conciencia de ello y que lo mejor es pisar el freno, detenerme y dejarme llevar, flotar en ese mar confusión que a veces se presenta con olas inmensas. Parar, descansar, el tiempo que sea necesario, para volver ordenar mi cabeza, porque todo este jueguito mental que me lo armo yo sola en mi azotea y la loca que vive ahí feliz libremente hace estragos.
Repetí una vez más esta lección: ante una situación no deseada, ni siquiera imaginada, y la cual aparentemente no tiene una salida, la única forma de sortearla es detenerme a mirarla, tomando un espacio y tiempo, para que la misma se vaya acomodando, para que las ideas se asimilen. Aceptando que no pedí que ocurriera y que no tengo el control sobre la misma, más si puedo dejar que se ordenen en mi cabeza, tratando de no poner resistencia ante ello, sino aceptando lo que está enfrente y adoptando la mejor postura para afrontarlo.
Sin nadar contra corriente, sino flotando y confiando en que todo estará bien. Sobreviví al peor golpe de todos, creo que tengo suficiente inmunidad para soportar otros trompazos que me depare la vida, porque esta es como una montaña rusa, cuando estamos arriba debemos disfrutar y cuando la caída libre sea inminente tener la confianza suficiente de que eso también pasará.