En enero, llegaron las tan ansiadas vacaciones. Tantas “expectativas” se generaron a su alrededor, que una vez más la vida me mostró que no tengo el control de nada. Si bien, disfruté de días maravillosos con mi familia, del sol, de la playa y se dio el tan ansiado encuentro con el mar (tanto me gusta, tanto siento que me cura, que me genera hasta una necesidad imperante sumergirme en él), también hubo situaciones que tal vez no fueron las más mejores. Más tuve que aprender a sortearlas, y por sobre todo a aceptar ciertas condiciones que ya no dependían de mí, resistirme a eso tal vez hizo que me bajaran las defensas, y el resultado fue contagiarme del tan inoportuno COVID. Si días antes de nuestro retorno empecé a presentar síntomas, solo yo, lo confirme con la prueba del antígeno, si bien gracias a Dios, y estoy convencida que también fue gracias a las vacunas, no presentaba ningún malestar grave, el hecho era que no podía regresar con mi familia.
Ellos sí pudieron volver. Yo tuve que quedarme a cumplir el aislamiento una semana más hasta obtener el tan ansiado negativo. Fueron momentos de mucha angustia, incertidumbre y mucha frustración. Pues era quedarme sola, en un país extraño, lo cual me aterraba, además debo confesar que en todos los viajes que realicé en pareja o en familia, mi marido siempre se ocupó de los trámites, tanto en el aeropuerto como en los hoteles, está vez todo dependía de mí y justamente eso me asustaba.
Entonces, primeramente traté de volver a la calma, e hice una de las actividades que me ayuda a encontrar tranquilidad, escribí. Creo que una de las mejores decisiones que tomé fue llevar una pequeña libretita, y plasmar en ella como me sentía.
Pensaba esta situación, no la pedí, y mucho menos la deseé. Más a pesar de eso pude identificar que es lo que debo tomar como aprendizaje. Mi familia lejos, tal vez pensado en mí, tal vez no. Deberán agenciarse, administrarse sin mi ayuda. Y así cumplir lo que siempre dije que me gustaría que mis hijas no me necesiten cuando yo no esté cerca, ojalá hayan aprendido.
Y yo debía aprender a atenderme a estar sola conmigo misma, a cuidar de mí, así como tantas veces lo mencioné en los posts, cuidarme, quererme, abrazarme, aceptarme, tenerme paciencia por sobre todo. Fue una oportunidad que surgió ante esta crisis y que esperaba poder aprovechar, y así con esperanza todo lo bueno vendrá. Debía confiar en mí y en quienes me aman y estaban pendientes de mí.
Extrañé mi casa, mi familia, deseaba profundamente que esos días pasen pronto y que mi mejoría sea total y rápida. En los momentos en que sentía que la soledad me cubría con su manto, pensaba y sentía que no estaba sola, porque tenía la certeza de que alguien que amo mucho está conmigo. Ese pequeño espacio vacío, estaba presente y me recordaba el valor invaluable de Dari. Pensé en ella más intensamente en esos días, con un poco de nostalgia, ya no tristeza, porque la sentí dentro mío.
Recordaba sus ojos que son del mismo color del mar y del cielo, y eso hacía que me inundara de su amor. Como no amarme yo, si ella me amó tanto. El amor es lo que nos une y es lo que me queda de ella. Por tanto, debía cuidarlo como lo que es el mayor tesoro de mi vida. Ese amor me salvó una vez más. Su presencia en mi corazón hizo que dejara de resistirme a la realidad, y aceptarla así como es, por más que no me gustara no podía cambiar, solo podía adaptarme a ella, y asumir la mejor postura ante esa circunstancia.
Agradecí su compañía, su amor, su vida corta pero incomparable, y le dije: “Mamá nunca estará sola, porque vos, bebé, estás y estarás por siempre en mi corazón”. Abrazándome en los momentos de desesperación. No estuve, sola estuve conmigo misma y con Dari. Me costó darme cuenta de eso y, por ende, de disfrutar de ello. Evidentemente la vida se va a encargar de mostrarme lo que necesitaba saber, aprender y por ello también doy gracias, porque es parte de este camino, no hacia la sanación, sino también de crecimiento y disfrute de lo que me rodea, de lo que está dentro y fuera de mi corazón.